Francisco, el Papa incómodo

No han sido pocos los actores sociales y eclesiales que se han sentido ofendidos por la forma en que el Papa Francisco comunica el Evangelio.

En primer lugar, podríamos considerar al Papa Francisco como el Papa inesperado. Me sucedió hace 10 años, durante la realización del cónclave en el que fue elegido como Obispo de Roma, durante mi participación en un programa de televisión para acompañar este acontecimiento con comentarios, desde la mirada de la Iglesia, junto a las voces de los periodistas.

En medio del entusiasmo y del nerviosismo de esos momentos, todos teníamos a la mano diez fichas con los nombres y datos necesarios de los cardenales más nombrados, dentro y fuera de la Iglesia, como el posible Sucesor de Pedro, ante la renuncia del Papa Benedicto XVI.

Cuando se dio el esperado anuncio ¡Habemus Papam!, tuvimos que comenzar a buscar rápidamente información sobre el Arzobispo de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio, ya que su nombre no estaba entre la larga lista de los posibles candidatos. El Espíritu Santo había tomado una elección inesperada: un latinoamericano, argentino y, además, jesuita. Los primeros comentarios señalaban que se trataba de una elección muy audaz, al ser latinoamericano, y sorprendente, al pertenecer a la espiritualidad de san Ignacio de Loyola, siempre llena de cuestionamientos y novedades.

La elección del nombre es todo un mensaje: inspirado en Francisco de Asís por su radical seguimiento de Cristo en la sencillez, la humildad y la pobreza y, al mismo tiempo, por ser portador del Evangelio con el testimonio de la propia vida antes que las palabras, Evangelio que nos acerca a unos y otros en nuestra condición de hermanos –Fratelli tutti, decía san Francisco-, delante del único Dios y Padre de todos.

El sello latinoamericano lo lleva a comunicar a toda la Iglesia la madurez que hemos alcanzado en nuestros países a partir de la renovación del Concilio Vaticano II, con la propuesta de la opción preferencial de los pobres (Medellín y Puebla), la Evangelización de la cultura (Santo Domingo), y la alegría de sabernos discípulos y misioneros de Cristo (Aparecida).

Por último, se muestra como un jesuita forjado en los ejercicios espirituales ignacianos que ponen el énfasis en la conversión y el discernimiento para renovarnos de manera personal y como Iglesia.

Un director espiritual para la Iglesia y el mundo

Algo que ha desconcertado a muchos -desde sus primeras intervenciones y a lo largo de su ministerio- es el lenguaje que utiliza, más propio de un predicador de ejercicios espirituales que de un teólogo que revisa la precisión de los dogmas o de la doctrina.

Siempre reafirma la doctrina sobre cualquier tema, diciendo que está perfectamente expresada en el Catecismo de la Iglesia Católica, pero lo que le preocupa es la vida, el testimonio, la autenticidad; por ello va provocando con expresiones coloquiales la reflexión y cuestionando las actitudes que se deben revisar. Lo mismo pide a los cardenales y obispos que no se sientan príncipes rodeados de suntuosidad, sino servidores humildes como Jesús y con Jesús, de la misma forma exige a los sacerdotes dejar de lado el clericalismo y los privilegios, para dar paso a la participación de los laicos; también cuestiona algunas actitudes de las religiosas que manifiestan cierta dureza y amargura que no se corresponde con la alegría de haber entregado su vida a Jesús para llevar el Evangelio a los más necesitados.

 

 

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