Correntinos, junto con seis camaradas chaqueños y cuatro de Buenos Aires, afrontaron el desafío de llegar a una de las zonas de más intenso bombardeo naval y aéreo. Un largo sendero pedregoso los llevó hasta casi la cima. Nuestro compoblano Ramón Saucedo encontró allí su posición de combate.
Cuarto día del itinerario sanador. Mitad de recorrido para los 20 excombatientes correntinos que hasta el sábado permanecerán en Malvinas, a 43 años de la guerra.
Esta vez hubo cambio de planes sobre la marcha apenas salimos con el micro pintado con los colores más predominantes en las islas: el blanco, el azul y el rojo.
Partimos con gran entusiasmo desde el Malvinas House, donde el grupo está alojado desde el sábado. Después de las visitas al cementerio de Darwin, a los montes Tumbledown, William, Kent y Harriet, el trajinar se sentía en el cuerpo, pero prevalecían las ansias de todos por seguir el itinerario con más emociones.
Salimos raudos a la ruta y en el trayecto se modificó el programa de actividades.
En lugar del viejo aeropuerto vamos a hacia uno de los montes más emblemáticos de Malvinas: el Dos Hermanas.
«Vamos a bajar y caminar un poco muchachos», anuncia desde la parte delantera del colectivo Ángel «Coqui» Flores, el excombatiente que ya estuvo de regreso en Malvinas, pero que por quinta vez oficia -y muy bien- de coordinador y guía.
Al costado de la ruta se estacionó el micro, con Guillermo Miño quedándose en su interior. El excombatiente de Capital tiene problemas para desplazarse, por sus piernas con secuelas de la guerra.
El domingo en Darwin hizo un enorme esfuerzo para llegar hasta la tumba de su camarada caído y rendirle homenaje. Después, tuvo que guardar reposo por un par de días y ahora -más seguro y firme- decidió al menos acompañar en el colectivo a sus camaradas.
Miño permaneció en la primera fila de asientos, sobre la puerta. Desde ahí, pese a su agotamiento, siempre brindaba una sonrisa amiga al camarada que bajaba hacia la aventura o que subía, exhausto, pero contento en el corazón y el alma.
Ese es el clima que nos acompañó constantemente en el micro: amistad, compañerismo, camaradería, humor y hasta un par de chamamés y algunos sapukái.
Apurando el paso
En fila india descendemos admirando el paisaje: es un gran valle entre dos cordones de cerros de piedras blancas y grisáceas, formando un largo cajón tapizado en su interior de un pastizal bajito y amarillento, salpicado en toda su extensión por verdes arbustitos típicos de las islas. Cada tanto aparecía algún curso de agua o pequeños charcos que obligaban a dar un salto para seguir camino.
El camino de piedras, con el ancho justo para una camioneta o comioncito, se desplegaba casi en línea recta en dirección a Dos Hermanas. Ambas cúspides predominan desde todos los puntos cardinales, mires donde las mires. Y con esa especie de «U» que se va acentuando con el paso del tiempo y la erosión.
Íbamos como encantados, en una especie de vía crucis hacia lo alto, hipnotizados por las dos puntas que sobresalen del cerro del fondo. Malvinas es mágica, no tengo dudas.
Túnel del tiempo
«Mirá allááá va, con todo, Palacios», me dice el esquinense Servando Sánchez con el índice derecho desplegado hacia el horizonte. «Sí, sí, va a buscar su posición, había dicho», me confirma Ramón Sandoval, de Curuzú Cuatiá, que camina a la par.
Palacios es Julio Raúl, de Paso de los Libres, quien buscaba su puesto de combate en esa zona.
Sánchez y Sandoval son hombres criados en el campo y tienen agudizada la vista, como un águila. Lograba verlo a la distancia. Pero por más esfuerzo ocular que uno hacía no podía detectar rastro alguno de Palacios. Pero, bueno… ahí seguimos el caminito de piedras.
Pronto llegamos a un par de restos metálicos de lo que sería una especie de vehículo de transporte. Todo oxidado, era solo un escueto testigo de quién sabe qué cosa. Sacamos fotos y grabamos videos, por las dudas, ¿no?
Unos cuantos metros de allí dimos sí con vestigios de la guerra: algunas piezas de un jeep hecho trizas por un ataque inglés.
Había unas chapas de lo que fue uno de los costados del típico vehículo militar, que mostraban un par de racimos de agujeros de ametralladora y varias abolladuras de pequeños proyectiles. Impresiona mirar esa chapa tirada en medio del pastizal. Perturba percibir las marcas de la guerra.
A esa altura del trayecto, la mayoría decidió dar la vuelta y éramos menos de diez los que hicimos unos cinco kilómetros (o más) hasta casi el pie del monte. Obviamente, el primero en llegar allí fue Palacios.
Tan lejos, tan cerca
Las Dos Hermanas son imponentes. Ópticamente parecen cerca, pero hay que caminar y caminar hasta llegar a su base, como lo hicimos este miércoles. Está «ahí nomás», decían. Pero está mucho más lejos de lo que uno se imagina. Solo puede más el deseo de llegar a estar cerquita.
Justo cuando las piernas pesaban como nunca, alcanzamos a Palacios. Estaba caminando de un lado a otro en un diámetro de cinco metros. Se había metido unos 20 metros del camino, en paralelo. Buscaba algún indicio entre el pasto amarillo. Va y viene, viene y va. Hasta que marca una zona. «Por acá estaba nuestra posición de combate. ¡¡¡Uf, qué emoción hermano. Viva la patria!», le sale desde el alma.
Después queda casi en solitario, inmóvil en medio del pastizal. Saca fotos y pide que le saquemos unas cuantas más. Después me da una breve entrevista para un video que hice como testimonio de su felicidad en Malvinas, 43 años después de la guerra.
Poco después, volvemos por la misma senda de piedra, barro y agua. Son otros cinco kilómetros más.
Llegamos a la ruta principal, subimos al micro. Voy detrás de Palacios y alcanzo a ver que se sienta y queda en silencio, mirando la ventanilla. Es que aún él estaba en 1982.
De eso se trata este viaje: curar heridas de guerra en el alma.
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