Ex profesional, Pedro Franco se abrió camino en la vida a los puñetazos y ahora cruza todos los días la pirámide social. Trabaja como masajista en el aristocrático Jockey Club y después vuelve a Solano, su barrio, para enseñar boxeo y hacer asistencia social.
El barrio es difícil, no es fácil. ¿Qué lugar es fácil? Y antes al que era quedado los muchachos lo embromaban, no lo dejaban tranquilo, y Pedro fue siempre de defenderse, de defender a los hermanos, a los amigos, tal vez en ese orden o en el que fijaran las circunstancias. Una vez en una canchita se peleó con un colorado, que era como dos años más grande, y se fajaron, bah, lo fajaron a él; los echaron a los dos de la canchita y ahí se agarraron otra vez, y el colorado lo volvió a fajar y, no contento, lo insultó mientras se iba vencedor. Pedro, loco de la rabia, se paró y… y ahí un vecino lo frenó y le dijo: “¿Para qué vas a ir si te va a pegar otra vez?” El vecino lo retó al ganador para que se dejara de molestar y le preguntó a Pedro, que ya estaba lagrimeando un poco: “¿Vos te animás a que yo te enseñe a pelear?”.
Eso fue hace mucho, todavía no eran los ‘80. “No sé”, le contestó Pedro. El que ofrecía enseñarle era un poco de temer: un hombre que vivía solo, en la última casa antes del descampado, o del campo, era campo. La señora, en cambio, era buenísima y por eso a veces estaba y a veces se iba. Cuando estaba le traía vitaminas al gordito Pedro, mientras que el marido le enseñaba a pararse como boxeador.
Pasaron dos o tres meses y volvieron a encontrarse con el colorado. Ahí fue parejo.
Pasaron más de 30 años “y vos no sabés lo que pasó”, dice Pedro.
Salía de su trabajo, por Cerrito a metros de Libertador, y desde un taxi un tipo le gritó: “A vos, a vos, te voy a reventar a trompadas” ¿Quién iba a ser? ¡El colorado!
Fue mirarse y que la vieja rivalidad se transformara en un acting de veteranos sin rencores. Pedro se sacó el bolso, con la exageración en la maniobra de quien avisa que está dispuesto a la contienda, y el colorado –Pedro no se acuerda cómo se llamaba– conoció el abrazo sólido de su ex vecino y rival (también ex).
¿Y por qué se dio ese encuentro de muchachos de San Franciso Solano en una de las cuadras más chetas de Buenos Aires?
Porque Pedro Franco trabaja todos los días en el Jockey Club, en su cuarto de masajista. Para llegar temprano sale tempranísimo de Solano y a la tarde otra vez las dos horas, dos horas y media de colectivo al revés, pero no para meterse en su casa a descansar sino para activar y enseñar en el Ringo Boxing Club.
Ese, Ringo, es él, desde que un profesor más formal, motivado y para motivar al chico, cantó: “Acá tengo un Ringo” (por Bonavena).
El Ringo flamante tenía 14 años y a esa edad ya pesaba 86 kilos. El profe lo hizo bajar a 67. Ahí se puede decir que empezó la carrera boxística con la que Pedro Franco se ganó la vida, y con mucho orgullo.
Somos un hombre: podemos entrar (en compañía de un socio/guía) al club para varones con entrada principal por avenida Alvear. Entre la boisserie oscura y el cuero verde, buscando al masajista conocemos el salón Bustillo, donde está el retrato de Carlos Pellegrini, el fundador. Por los pasillos del área deportiva –recordemos que esto es un club– hay señores canosos, en general tostados, andando en toalla. A lo mejor por única vez en nuestra vida pasamos a ver una sala de esgrima.
El boxeador de los masajes va para 18 años trabajando en el Jockey. Lunes a viernes, 8 a 14. Lo llevó un colega con el que había peleado en el ‘82. El arte lo aprendió de la madre, una autodidacta en la materia, “una masajista de campo”. Practicó con los músculos de sus compañeros, para ayudar en las prácticas a su entrenador.
“Acá (en el Jockey) me divierto bastante. Es un mundo totalmente distinto al de mi barrio. Yo le cuento bastante a la gente sobre lo que hago. A algunos no les gusta, me doy cuenta, pero otros me preguntan. Y hasta fueron al barrio y cuando vieron todo lo que hago me ayudaron.” Esos son los alumnos de boxeo que hay en el Jockey. Tiran sus golpes en un ring con vista al hotel Four Seasons. Pedro a veces va a guantear un poco con ellos. “Me quieren. Cuando ven como me manejo, me dicen: ‘Me gustaría tenerte como administrador a vos’.”
En Solano pocos le dicen Pedro a Ringo, que vivía al fondo de este lugar que es, a la vez, centro de asistencia vecinal y gimnasio de entrenaniento de boxeo. De sus 49 años, 45 los pasó en este barrio. Ahora vive en la otra cuadra. El asfalto llegó hace unos dos años. Cuando él era chico, y más acá también, todo esto era el campo, cazaban pajaritos, corrían por todos lados, jugaban al fútbol y peleaban, claro, que lo digan Pedro y el colorado.
El nombre del padre de Ringo está pintado en la pared más visible del gimnasio: Guillermo Mano Franco, lo primero que se ve. Era trabajador de un frigorífico en Florencio Varela, de una curtiembre en Valentín Alsina y un tipo muy querido en el barrio. Eso lo dicen Ringo y otras personas más acá en el Boxing.
Mano le compró los primeros guantes, de esos de juguetería, que a Ringo se le rompieron en un rato después de probarlos con un amigo. “Yo veía a Monzón y ya me gustaba el boxeo de chico”, cuenta. Se formó en la sociedad de fomento Belgrano y empezó como aficionado a los 15. A los 16 tuvo su licencia y a los 17 fue campeón por primera vez. En 1985 fue destacado como el mejor boxeador amateur de la década. Como profesional hizo 33 peleas. De los famosos, peleó por el título sudamericano de los pesados contra Marcelo Domínguez (con quien también viajó cuatro veces a Francia para ayudarlo en los entrenamientos) y tres veces contra Fabio La Mole Moli. Dice que contra el cordobés le robaron las peleas.
Pero su batalla más extravagante y al mismo tiempo meritoria fue contra Nikolai Valuev, en San Petersburgo. Pedro estaba retirado y trabajaba en el vagón comedor del tren a Mar del Plata. Los 2 metros 13 del ruso dejaban a Pedro como un hombre bajito. Eran 149 kilos contra los 110 del argentino. Fue en 2004 y se puede ver en You Tube. “Me ofrecieron la pelea y cuando vi cómo era el rival dije ‘Noooo…’. Pero hablé con mi papá y le prometí: ‘Mirá, si sale algo afuera, vamos a ir’. Yo había peleado con tipos de dos metros, y con este me imaginaba algo así, pero era enorme”.
Discutió la bolsa y al final arregló un número que le daba la posibilidad de viajar con el padre. Pedro le aguantó los 12 rounds al gigante, “la Bestia del Este”, nacido en la misma ciudad del combate pero cuando se llamaba Leningrado. Y hasta lo buscó un poco en el tercero. “Traté de no dejarme pegar: imaginate la potencia que tenía. La ventaja más que nada era por el peso, porque yo lo boxeé bien y le metí lindas piñas en la trompa.”
En 2010 Pedro fue finalista del premio Abanderados de la Argentina Solidaria por su trabajo con la Asociación Quilmeña del Deporte y la Salud, que creó en 1993 y le permite llevar adelante su labor en el barrio.
Agrandó el tinglado y armó una biblioteca en la planta alta. Lunes, miércoles y viernes está abierto el merendero, donde tiene la colaboración de voluntarios, entre ellos su hija Bárbara, de 18, que también boxea un poco. Siempre hay pan, tortas fritas, un vaso de leche o algo caliente para los chicos (y chicas: hay algunas) que pratican boxeo y otros que llegan para pasar un rato con gente que los trata bien y los ayuda.
A las cinco de la tarde hay un gentío en el Boxing. En una mesa se apila un montón de ropa donada para revisar, y pasando la imagen de Santa Catalina, al fondo está el ring donde Ringo guantea –y lo corrige– a Alejo Obando, un chico de 15 que parece que va a andar bien. Enseguida es el turno de Fabrizio, un pibito de 11 lleno de entusiasmo que ya participó en algunas exhibiciones. Un código. Ringo habla con los padres y si le dicen que los hijos no están bien con las notas de la escuela, no hay entrenamiento.
Sabe que muchos de los 80 chicos que entrenan con él no van a ser boxeadores profesionales. “Pero es mejor que estén acá y no en la esquina, ese es mi trabajo. Ser boxeador es muy difícil. Tenés que tener mucha disciplina, cuidarte. Los pibes son de salir un viernes o un sábado, y el boxeador no puede, tiene que estar descansando, entrenando, no hay sábado, no tenés domingo. Ellos la ven fácil porque es un ratito. Creen que es pegarse unas piñas y ya está. Y no es así.»
La destacada maniobra y el blooper viral de Franco Colapinto durante las prácticas en Singapur