El asesinato del padre Mugica, del hombre que partió en dos el siglo XX argentino

Este 11 de mayo se cumplen 50 años del asesinato del padre Carlos Mugica. Su vida y su muerte siguen siendo un terreno en disputa. El crimen, los días previos y posteriores. Claves del icónico asesinato político que conmovió a la opinión pública y, en particular, a su feligresía en la villa de Retiro.

El padre Mugica se la había jugado por Perón. Su profunda convicción de que por ahí estaba el camino para la emancipación lo llevó a no caer en medias tintas. Primero aceptó un cargo en el Ministerio de López Rega, personaje que él conocía y al que no le tenía ninguna simpatía personal, ni política. Pero consideraba que era el momento de embarrarse en la gestión, para jugar en el equipo de Perón. Al poco tiempo se percató que la elección no había sido acertada, porque Lopecito mantenía el grifo cerrado para las villas y sometió la decisión de renunciar a una multitudinaria asamblea villera.

Ricardo Capelli, su amigo, admira, a la distancia, aquella remembranza: “Cuando renunció a Bienestar Social hizo una asamblea popular. Fijate el genio de Carlos: ‘En caso que ustedes aplaudan, yo voy a decir que fue a pedido de los villeros…’… ¡Muy vivo!”. Al dimitir, las críticas públicas al Ministro de la muerte lo convertirían en un blanco andante, aunque él confiara demasiado en su sotana como escudo protector.

Su opción por Perón lo llevó a acompañar, orgulloso, el regreso definitivo del General al país. A pesar del miedo que reinaba en ese avión, Mugica se las ingenió para insuflar ánimo a la tripulación, según cuentan varios pasajeros. Esa misma elección lo decidió a seguir al Viejo, aun en sus decisiones más polémicas y más decididamente antipopulares, como haber aceptado el traslado de su villa, la villa de Retiro, sin ningún argumento de peso.

Ya venía polemizando con las organizaciones de la izquierda peronista, que no habían abandonado las armas. Se adhirió a un sector del peronismo que conformó la JP Lealtad, creyendo en que el pueblo había anhelado la vuelta del Jefe y ahora que estaba en funciones, había que dejarlo hacer, más allá de los ritmos, las velocidades o las preferencias propias. Sin embargo, abrazó con fervor militante algunos fragmentos deslucidos de un liderazgo añejado. Incluso formuló críticas a los sectores del peronismo revolucionario, que tuvieron condimentos macartistas.

La izquierda peronista reaccionó contra el padre Mugica de modo torpe, mediando miopía política. Mugica no era un desertor ni un traidor. Era un compañero que tenía su punto de vista y le ponía el cuerpo y la verba a sus elecciones políticas. Claro que en esa época, tolerancia no era un término que figurara en el diccionario de la política, y toda disidencia era acusada de ingratitud. La revista Militancia, dirigida por Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde, había enjuiciado a Mugica y lo había condenado a ingresar en su sección “La cárcel del pueblo” por traición.

Este tipo de balas retóricas, de parte de fuego “compañero”, fungió como excusa perfecta para que los sectores verdaderamente antipopulares, apretaran un gatillo que venían deseando y arrojaran el cuerpo a la acera contraria, concretando un tiro a dos bandas: sacarse de encima a un cuadro político antagónico y deslegitimar a los grupos insurgentes enfrentados en la interna peronista.

A continuación, en registro crudo, Ricardo Capelli narra el atentado que acabó con la vida de Mugica y del que él fue hospitalizado con cuatro tiros. Cuando me lo cuenta, tras la mesa de un café de Flores, no puedo evitar aferrarme a los apoyabrazos de la silla. Impacta la secuencia viva con que Ricardo recuerda aquellos sucesos y mantiene la fuerza necesaria para atestiguarlos, para la Historia. Mientras desgravo el fragmento, sigo inquieto, mi piel se eriza, mis dedos se tensan y mis dientes se apretujan, masticando la bronca de la injusticia.

Siéntese, si puede, que habla un sobreviviente:

«Él salía de la Misa. Teníamos que ir a lo de Drácula, un tipo de la villa. Era un grupo a dónde íbamos a comer empanadas cuando venía Cámpora, Viglietti, todos íbamos ahí, con el cuervo Serrano. Cuando salimos, yo me voy para donde tenía el auto, un Fiat seiscientos. Paso dos casas. Escucho que lo llaman: “Padre Carlos”. Él le daba bola a todo el mundo. Él se quedó. Al rato escucho la voz de Carlos: “¡Hijo de Puta!”, y siento el tableteo. Yo siento un golpe acá, un puñetazo y me doy cuenta que era sangre y caigo. Caigo para el lado donde estaba Carlos y veo que lo estaban cociendo a balazos, este Almirón. Yo lo conocía de Bienestar Social, que íbamos con María del Carmen. Lo dije mucho tiempo después que fue Almirón, porque me habían dicho: “No lo digas porque sos boleta”.

Yo estaba ahí en el suelo. Veo que lo levantan. Se da cuenta María del Carmen, me meten adentro de un Citroën 2CV. Carlos estaba apoyado sobre María del Carmen. Estaba Vernazza. Yo iba adelante, con los borbotones, sacando el pañuelo para que nos dejen pasar. Tenía cuatro balazos. No daba más el auto y yo le decía: “¡Apurá, apurá!”. Nos llevaron al Salaberry. A mí me dijo Carlos: “Fuerza que salimos”. Estaban las dos camillas juntas.

A mí me viene a ver el doctor D´Alessandro. Llamó por teléfono a la quinta de un amigo de él que era Fernández Baloni, un médico de aquéllos, y me sacan en una ambulancia trucha, escondido, porque me dejaban morir. Me hicieron catorce operaciones en dos días, seis con anestesia y ocho sin nada. A los dos días, aparece Jorge Conti, viene y me dice: “Ricardito, qué barbaridad lo que le pasó a Carlos”, y ahí me entero que había muerto. Me dice: “Vengo de parte de don Pepe, para lo que necesites”. Don Pepe era López Rega… Pedí que me saquen de ahí. Me fui a mi casa, donde más tarde me pusieron una corona con una bomba. Pero acá estoy…

El hecho aciago se produjo un sábado 11 de mayo de 1974. El diario Noticias, en su edición del día siguiente, no tuvo celeridad de reflejos, callando acusaciones, reflexionando en demasía la respuesta, otorgando silencio, cuando se esperaban certezas o, al menos, indicios. Lacónico y ambiguo, tituló “Padre Mugica: Murió ametrallado”. Las causas, los matadores, sus instigadores no aparecieron, ni fueron, al menos, susurrados, no sólo en este título, tampoco en el breve recuadro de la página 8 en el que desarrolló la noticia.

“El sacerdote Carlos Mugica fue muerto anoche por un individuo que lo ametralló frente a una parroquia en Mataderos…”, comenzó el primer párrafo. Líneas más abajo, agregó que ese hombre no estaba solo, sino que “… se unió a otros que lo esperaban en un vehículo para facilitar la fuga”. Es decir, era una banda. Pero a Noticias no se le ocurrió trazar hipótesis alguna sobre la pertenencia política del grupo victimario. Sólo narró, fríamente, los hechos, informando el traslado al hospital Salaberry, la cantidad de heridas de bala y la ubicación de los orificios y que “Su acompañante Ricardo Capelli, 34, fue internado en el mismo hospital”.

En las ediciones siguientes, cubrió el velatorio, con imágenes en tapa. Pero recién el 14 de mayo, el diario publicó la primera de cuatro notas escritas por Montoneros, en la persona de su comandante Mario Eduardo Firmenich, en la que deslindó responsabilidades y acusó desde el copete a una “provocación de la derecha”. Vale la pena repasar algunos conceptos de esta primera entrega y de las siguientes.

La nota, en contratapa del periódico, se tituló “Mi afecto y mi agradecimiento al padre Carlos Mugica”. Allí, Fimenich narró cómo conoció a Mugica en el Centro de la Juventud Estudiantil Católica del Colegio Nacional de Buenos Aires, junto a Carlos Gustavo Ramus. Describió las primeras actividades que compartieron cuando “… el compañero Mugica nos llevó a la villa de Retiro, en donde tenía una capilla, para que trabajáramos junto a los marginados por la explotación injusta de los oligarcas”. A renglón seguido, comentó la experiencia en “Tartagal, en la cuña boscosa santafecina”.

A partir de la muerte, en 1966, del sacerdote guerrillero Camilo Torres, en Colombia, Firmenich agregó que el grupo que “misionaba” con los hacheros en el norte santafecino concordó que ante la explotación y la injusticia social “el problema era político y su solución era una revolución política”. De allí pasaron a definirse por el peronismo y la lucha armada a la que se volcaron al año siguiente. Recordó, más abajo, que comenzó a producirse un distanciamiento por la clandestinidad del accionar de los jóvenes, alejamiento que duró 3 años, hasta que luego del Aramburazo, con los asesinatos de Fernando Abal Medina y Carlos Ramus, Mugica salió a bancar la parada de la juventud, oficiando la misa, brindando reportajes, poniéndolos como ejemplo y ligándose la prisión de la dictadura por su osadía. En este punto terminó la primera nota. Más allá del copete, todavía no se acusaba a los asesinos y sus ideólogos. Ni Almirón, ni López Rega, ni la Triple A figuraron en esa primera entrega.

La segunda nota de la serie salió a la luz al día siguiente y se tituló “Nuestras diferencias políticas”. En ésta, Firmenich se reconoció discípulo de Mugica y explicó las discrepancias políticas con el padre. Afirmó que Carlos, en las noches junto al fogón del quebrachal santafecino, “… fue el primero en proclamar que la única solución estaba en la metralleta (tales fueron sus palabras casi textuales)”. Sin embargo, con el tiempo, Mugica “entró en la duda”, lo que generó el distanciamiento, puesto que “nunca se decidió por convertirse en un hombre político, sino que prefirió ser un hombre de la iglesia, un sacerdote, que como hombre tenía una definición política”. Incluso, esta definición lo llevó a confrontar con las autoridades eclesiásticas y a ganarse su ira, analizó, respetuosamente, Firmenich.

Más avanzada la tira, el comandante montonero manifestó coincidencias políticas en el período comprendido entre 1970 y 1973, cauce que se quebró con la masacre de Ezeiza, del 20 de junio de 1973. Montoneros tuvo una visión crítica del proceso económico-político, disímil a la del sacerdote. “Carlos Mugica, en cambio, lo valoraba distinto, pero su valoración no es la de un político, sino la de un sacerdote que observa en mucha gente del pueblo la esperanza del triunfo final y lo positivo de algunas de las medidas de este gobierno”. Ante este diagnóstico, Firmenich concluyó manifestando comprensión por el posicionamiento del cura en la coyuntura, cerrando: “…nuestras diferencias con Carlos Mugica, que existieron en diversos momentos políticos, siempre fueron diferencias acerca de cuál era la forma más eficaz de destruir a un mismo y único enemigo: la oligarquía y el imperialismo.”

En este fragmento, tampoco se especificaba o, al menos, se insinuaba, quién lo mató. Clarificaba que Montoneros no había sido, que tenían diferencias, pero que no lo consideraban enemigo, ni adversario, ni traidor. Recién en la tercera entrega, el día 16 de mayo, el jefe montonero describió la maniobra en danza: “Nos quieren adjudicar el crimen”, escribió en mayúscula.

Llama la atención la lentitud en advertir la confabulación y la carencia de reflejos para comunicar en tiempo real. Aquí, Firmenich criticó a los sectores “ultraizquierdistas”, por tildar a Mugica de “cura reformista”, para quienes “valía la pena asustarlo”, pero descargó las culpas sobre el asesinato en los sectores reaccionarios, mediando cierta vaguedad en la redacción, más allá de citar, a modo de ejemplo, a una publicación de esos grupos, subrayándola con “negrita” en el original: “Sólo los enemigos que Carlos tuvo siempre podían tener interés en matarlo. Aquéllos para los que él era un ‘cura comunista’, el cura que ‘queriendo cristianizar a los bolches, se hizo bolche’, parafraseando a El Caudillo”.

En la última nota, publicada en la contratapa del diario, en la edición del 17 de mayo, convocó a la unidad del campo popular contra las provocaciones de la derecha: “La única respuesta frente a esta provocación, y a todas las que a diario ocurren, como el asesinato de Chejolán…, la única respuesta correcta es construir la unidad del pueblo”.

Como se observa, Montoneros demoró en desligarse del crimen, entregando horas preciadas para la práctica de la operación política que montaron los mismos matadores. Sin embargo, una vez que expresó su opinión, lo hizo en un registro defensivo, sin apuntalar y definir una acusación concreta. Firmenich no dijo “Fue López Rega”. A pesar de que había sido y, muy probablemente, la Orga lo supiera. Quizás no era conveniente un enfrentamiento tan directo, pero el partido ya se venía jugando hacía rato. Y en este cotejo, en las últimas semanas, había quedado claro para qué lado inclinaba la cancha el árbitro. Perón los había echado de la plaza y ellos no podían titular en tapa, al día siguiente del asesinato: “La Triple A mató al padre Mugica”. O apenas agregándole el autor a su título original: “Padre Mugica: Murió ametrallado por un comando de la Triple A”.

En los barrios fue desolación. No puede aseverarse que la angustia villera haya sido producto de la sorpresa. Más bien de la confirmación del derrotero antipopular que atravesaba el país. La tristeza generalizada acompañó el féretro de Mugica en su ingreso a Villa 31, hasta el reposo en su capilla, la Cristo Obrero. Colas larguísimas se dieron cita para despedir a un protector, a un amigo, a un compañero. Al día siguiente, el cortejo de miles de personas partió de su villa, la de Retiro, hasta Recoleta, donde se produjo el entierro.

Perón no se pronunció ese día, ni se hizo presente en el entierro. López Rega alcanzó el cenit del cinismo, cuando semanas más tarde bautizó con el nombre de Mugica un nuevo barrio de edificios de viviendas sociales en Ciudadela, sitio al que irían a vivir buena parte de los erradicados de Villa 31, en particular casi la totalidad del barrio Saldías.

El ocaso era presente y mañana. Si alguna ilusión quedaba latente o permanecía agazapada implicaba un viraje rotundo e imposible de un Perón extenuado, abatido, sin aliento para intentar nada, aun si ese hubiese sido su deseo final, voluntad que no fue ni siquiera esbozada en sus últimos instantes.

Con la muerte del hombre que partió en dos el siglo XX argentino, y cuyo legado aún se sigue disputando, la congoja popular mutó en certeza. Ya no había sitio para la esperanza. La utopía era ingenuidad. Sólo había espacio para preparar la trinchera. El odio de clase, servido por sectores lúmpenes o engrupidos, había llegado para cobrarse una revancha anhelada. Venían a terminar con una excentricidad y con una excepcionalidad. Los pobres volverían a su lugar eterno, la ignominia.

Venían por el fin de la Historia, con gula y codicia de clase ganadora. Traían la restauración del diccionario Real, a quemar palabras y aniquilar verbos.

Los jóvenes debían acabar con sus delirios sobre cambios de sistemas y la mar en coche. La lucha de clases podría permanecer, un tiempo, como categoría de catch, hasta amesetarse en el montículo de un museo de antropología. El socialismo podría sólo ser susurrado, en un futuro, como moralina pequebú, dentro de los límites del sistema absoluto, el capitalismo. Los villeros deberían volver a sus oscuras provincias o sudacas naciones*.

Por Demian Konfino

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